“La vocación de policía carcelero o “guardiacárcel”, como se lo denomina en otras latitudes, difícilmente se adquiera en los juegos de la infancia, donde, o se es policía o se es ladrón, pero jamás se es policía de cárcel. Esta actividad entonces, no surge como una vocación lejana e interior de los primeros pasos de la vida. Eso le otorgaría un valor de extrema importancia al hecho de inclinarse por la función penitenciaria, definido como un servicio social o misión social, si partimos de la premisa del beneficio de la readaptación social del delincuente”[1]. A este respecto, vale mencionar que muchas veces tal premisa cae en reconocimiento en el campo criminológico y penitenciario; por un lado, por su costo, y por otro, por la realidad social. Dicen los expertos que no se puede readaptar a nadie a la misma sociedad o al mismo ambiente que “lo hizo y lo lanzó a la delincuencia”.
El personal policial de la cárcel reconoce que con los medios y servicios con que cuenta es imposible hacer algo que dignifique y estimule su profesión en ese campo. Se puede decir entonces, que esto vinculado también a otros motivos, lo hace sentir vergüenza y menoscabo social por su actividad en la cárcel, lo que se traduce en desidia, llevando inexorablemente a la ineficacia.
El elemento técnico humano y el de sus condiciones éticas afectan el éxito del trabajo en una prisión.
Marcó del Pont[2], dijo que la buena selección del personal es fundamental y prioritaria, por la seguridad de la prisión y la adecuada implementación del tratamiento penitenciario. Hay que partir del hecho de que todas las disciplinas que conforman el equipo multidisciplinario de un Centro de Readaptación Social (como lo que se pretende sea la institución penitenciaria en Uruguay), deben tener y seguir una metodología dirigida hacia un entorno penitenciario.
Por norma general la mentalidad del “carcelero” está adscripta a la disciplina y a la seguridad.- Sin ir muy lejos, nuestra Ley Orgánica Policial refiere en el Capítulo II: FINALIDADES INSTITUCIONALES, COMETIDOS (B.1.2.1. ARTICULO 2º), que “Como policía administrativa le compete el mantenimiento del orden público y la prevención de los delitos”..... “En su carácter de auxiliar de la justicia, le corresponde investigar los delitos, reunir sus pruebas y entregar los delincuentes a los jueces. Asimismo al servicio policial, debe protección a los individuos, otorgándoles las garantías necesarias para el libre ejercicio de sus intereses, en la forma que sea compatible con los derechos de los demás”; en ningún momento habla de las debidas conductas de seguridad y protección respecto del tratamiento de las personas privadas de libertad, aunque en este caso se podría pensar que es innecesaria hacer dicha salvedad, puesto que queda implícita al mencionar nuestro deber de mediadores de la justicia haciendo cumplir la ley vigente.
A punto de partida de esta concepción, el policía de cárcel generalmente está convencido de que un recluso alojado las 24 hs del día en una celda es alguien que no molesta. O que un eficaz sedante o un depresor en el ayuno asegura la tranquilidad de la población estable para el resto del día. Este criterio lo ha vuelto automático, sólo atento a esos conceptos de disciplina y seguridad; con lo cual sus únicas obsesiones son la fuga y el motín, por lo que para este policía el preso más que seguro y bien, debe estar bien seguro.
Es el policía “carcelero” el que se encuentra en contacto directo con los internos. “Se convierten en instrumentales de un sistema que los impele como una especie de victimarios a los ojos de los reclusos. Viven como absorbidos por la escenificación del simulacro, atentos a los a los subterfugios de los presos y los artilugios de la huída, acatando órdenes de los superiores.”[1] No obstante, aún en este ámbito de inmediación con la población penitenciaria, dando la cara ante ellos, el policía suele confiar en que está prestando un servicio y que la sociedad tanto como la institución policial, esperan mucho de él.
Toda esta vorágine rutinaria de enfrentamiento y adaptación (entre ambas partes: internos y funcionarios), provoca que difícilmente el policía sea un ser creativo, lanzado a ideas innovadoras y reformistas, y mucho menos partidarios de crear nuevas estructuras. Suelen tornarse, con algunas elocuentes excepciones, cual sumidos por el medio, individuos mecánicos, de reacciones automáticas y, a menudo, duros, cerrados, temerosos, desconfiados y, cuando no, invadidos por un sentimiento de desamparo y zozobra. Es más, en ocasiones las lesiones o la muerte misma de uno o más policías “carceleros” se inscribe como un accidente laboral, previsible por la conducta del “preso” que se supone entraña el encierro carcelario, y como suelen decir el resto de los ciudadanos, esperada por la idiosincrasia misma de la profesión policial y mucho más, de la institución penitenciaria.
Los que somos personal del área penitenciaria, esperamos que la formación policial sea entendida como una disciplina de carácter científico, podría decirse. Antaño, “cualquiera” era policía (si se permite el término). En la actualidad hay que estudiar para ser policía, y no basta con escasos conocimientos de psicología y derecho, sino que también hay que incorporar elementos teóricos desde la administración, la sociología, los métodos de resolución de conflictos, además de poder aprehender a desarrollar una vital capacidad para tomar decisiones y de relacionamiento con la población en general.
El trabajo en la Cárcel agota al personal. Por un lado se espera que mantengan un alto nivel de protección y seguridad, mientras por otro deben recordar constantemente que los reclusos, tarde o temprano, se reintegran a la sociedad. Las penitenciarías pueden ser un hervidero de tensión con arranques de violencia de los presos que resisten su situación. Las víctimas pueden ser tanto el personal como los reclusos. Ya lo dijo Álvaro Garcé (Comisionado Parlamentario para el Sistema Carcelario): “Trabajar en prisión implica encontrarse con lo peor del ser humano..."
[1] Elías Neuman. “La Prisión como Control social en el Meoliberalismo”.
[2] Luis María Rodríguez Marcó del Pont (Córdoba-Argentina; 7 de diciembre de 1936 – 20 de junio de 2005) fue un abogado, político, criminólogo y escritor; fundador de la cátedra de Criminología de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Fue defensor de los presos políticos durante la presidencia de facto de Juan Carlos Onganía (1966 - 1970), siendo perseguido por el mismo. Durante la presidencia de facto de Alejandro Lanusse (1971 - 1973) fue perseguido y encarcelado. Fue designado por el Gobierno Nacional a cargo de María Estela Martínez de Perón como gobernador de la Provincia de Mendoza bajo el título de Interventor Federal desde mayo a octubre del año 1975. Tras el golpe de estado del 24 de marzo de 1976 que dio inicio al Proceso de Reorganización Nacional se exilió en México, regresando a la Argentina en 1984, y designado luego director del Centro de Investigaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba; luego elegido por el claustro docente como director de los Servicios de Radio y Televisión de la antes citada Universidad. Entre otros libros escribió "Criminología latinoamericana".
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